Alessandra Borghese

Manda el protocolo que, en el membrete de las invitaciones oficiales, en las ocasiones solemnes, se me designe con el nombre que me han conferido los siglos: Donna Alessandra Romana dei Principi Borghese.

Soy consciente del privilegio y de las responsabilidades de cargar sobre mis espaldas con tanta historia. Y no soy tan superficial o tan demagoga como para considerarlo irrelevante.

En estas páginas, sin embargo, únicamente es Alessandra quien habla: toda distinción de linaje y de clase resulta ridícula ante el Misterio en el que cada vida está inmersa. La de un ser anónimo y la de una princesa. No tenemos, todos, más que un solo Padre.

Y, todos, no somos más que hijos necesitados de perdón, de comprensión, de cariño, de esperanza. Cada cual, ciertamente, con su propia historia. Pero cada uno bajo una mirada donde conviven misericordia y justicia.

Poco a poco, a medida que crecía y me percataba de la tradición que me precedía y en la que me hallaba inmersa, sentía orgullo y alguna vez arrogancia, pero también una especie de miedo, de angustia sutil. No resultaba sencillo conciliar la prestancia de la estirpe a la que pertenecía con mi persona. Intuía que me aguardaban cometidos exigentes. Me turbaba, sobre todo, otro aspecto: al escuchar los relatos de familia y estudiar la historia de mis ancestros supe bien, y progresivamente mejor con el paso de los años, de dónde procedía. Aprendí, cada vez con mayor soltura, a moverme con destreza en la larga cadena de hombres y mujeres que, partiendo de Siena, echaron sólidas raíces en Roma, hasta llegar hasta mí.

Ahora bien, si sabía de dónde provenía, no tenía claro en cambio a dónde me dirigía, a dónde conducía todo esto, cuál era el objetivo final de esta importante historia pública y privada.

Durante largos años he buscado respuestas tirándome de cabeza a la vida, sacando fruto con energía y -debo reconocerlo- con cierta audacia a las muchas posibilidades que se me ofrecían. Sin embargo, cada vez, me daba más cuenta de que todo eso no era suficiente. Y ello porque -conviene decirlo, para disipar prejuicios- en algunas situaciones de la vida no hay privilegios que valgan: la posición social o la alcurnia ayudan poco o nada. Es más, tal vez pueden resultar un obstáculo. Cuando lo que se busca es un sentido a la vida y a la muerte, todos al fin somos iguales, todos experimentamos el mismo desasosiego, las mismas ansias, y sentimos especial necesidad de ser acogidos y amados. Todos querríamos oír que nuestros esfuerzos, nuestro empeño por construir algo grande y bueno en esta vida, no acabarán en la nada, sino que tendrán continuidad, siquiera de un modo misterioso. Sin esta esperanza, todos, con título nobiliario o sin él, famosos o anónimos, nos sentimos infelices e insatisfechos.

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Habíamos viajado a la ciudad americana con un grupo de artistas italianos contemporáneos, entre ellos Cucchi, Chia y Ontani, para una exposición en la sala Fendi. Gran alegría me produjo reencontrar a mi amiga de antaño. Decidimos volver a vernos pronto. Ella me citó para los días del Ferragosto en el lago Stamberg. Acepte.

Recuerdo perfectamente que el 15 de agosto de aquel año cayó en sábado. Llegué el martes anterior. Pasé toda la jornada del miércoles practicando deporte, dando largos paseos por las orillas del lago y jugando a las cartas con Gloria y otros amigos allí presentes. Tan sólo tenía la pega de la elección: tenis, esquí acuático, montar a caballo, golf. A mí me gustaban todos y los había practicado desde pequeña.

A la mañana siguiente, jueves, Gloria propuso a sus huéspedes un programa diferente: nos invitó a ir a Misa con ella y su familia. Consideré el asunto con despego: iría por cortesía. Yo quizás era todavía creyente, pero muy fría y lejana. Y ciertamente no practicante. Como me disgustaban los formalismos, procuraba eludir, si podía, las ocasiones que implicaban la asistencia a ritos religiosos. Las aceptaba exclusivamente cuando me lo imponían las reglas de la buena educación. Tal era el caso de la invitación de Gloria. Fui, pues, a Misa con los demás, y todo acabó ahí. Las vacaciones continuaron luego como el primer día: volcados en nuestras diversiones deportivas y mundanas.

El sábado siguiente, Ferragosto, era fiesta de nuevo, también religiosa. Era la gran celebración de la Asunción de la Virgen, día en que se festeja el triunfo de una mujer, María de Nazaret, que, con su disponibilidad a Dios, hizo posible la encarnación de Jesús y la salvación que Él nos alcanzó. Salvación ya visible en Ella, pues fue glorificada también en su cuerpo y, por ello, asunta al Cielo.
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De todo esto yo entonces sabía más bien poco o nada, pero me asombre todavía más que la primera vez cuando Gloria nos reunió de nuevo y nos invitó a acompañarla a Misa. Prevaleció siempre la buena educación. Sin embargo, a diferencia de la vez anterior, a la necesidad de fair play, de no quebrantar las reglas de la hospitalidad, se le unió muy pronto un distinto estado de ánimo, con el que proseguí los días siguientes. Me sorprendió mucho esta asiduidad en frecuentar la iglesia y en participar en la Misa, no sólo el domingo, sino incluso la festividad precedente, tan inmediata en el tiempo. Me pareció curiosa esta invitación -amable, pero firme- dirigida a los huéspedes, este programa de vida en el que la Misa ocupaba un puesto preponderante, que no cedía ni ante el deporte ni ante los demás tipos de entretenimiento que, desde luego, no faltaron a lo largo del día.

Intuí que para Gloria y su familia se trataba de un asunto importante, sentido de veras, más allá del puro respeto formal de una tradición aristocrática. Con mayor motivo cuanto que todos ellos parecían vivir este hecho con gran naturalidad, con sencillez, diría que con una alegría contenida pero evidente. Así las cosas, la participación en el rito sagrado, que más tarde he comprendido que es el corazón del cristianismo, no la percibí como una especie de medalla colgada al cuello de mis anfitriones, que uno se pone durante un rato para después quitársela y volver a meterla en un cajón. La consideré, más bien, como un traje que uno viste habitualmente y se lleva con comodidad y soltura.

Comprendo que todo esto pueda asombrar a quien tiene familiaridad con la fe. Sin embargo, para mí resultó entonces un descubrimiento desconcertante, que me dio mucho que pensar y acabó provocando un vuelco de mis ideas.
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El linaje de los Borghese alcanzó su culmen justamente cuando uno de sus miembros, Gamillo, fue elegido Papa y tomó el nombre de Pablo V. La tradición de la familia se enraiza, pues, en la fe cristiana; católica, más en concreto. Los Borghese formaban parte de la llamada “aristocracia negra", que durante siglos desempeñó las tareas del servicio noble a la sede pontificia. También papá y mamá nos educaron conforme a la tradición. Yo me formé en colegios religiosos hasta el final del bachillerato. No obstante, desde la adolescencia me fui distanciando progresivamente de todo ese mundo, sin mostrar jamás un verdadero interés por la fe. Es cierto que rezaba alguna vez, aunque naturalmente sólo para pedir favores y sin auténtica convicción. Nunca me planteé en serio el problema de Dios. Creía en su existencia, pero en el fondo no me importaba nada de Él. Vivía, en la práctica, como si no existiese. Además, con los años fue creciendo en mí un sentimiento de crítica y de desafecto hacia la Iglesia y hacia los que la componen. La consideraba una institución rígida, polvorienta y anticuada, imposible de conciliar con la vida moderna, con un pensamiento abierto y tolerante.

Debo reconocer que, en el fondo del corazón, tal vez la convicción era diferente. De cuando en cuando algo trataba de salir a la superficie, de aflorar en mi conciencia. En diversos momentos de particular sufrimiento, que ciertamente no faltaron en mi entonces corta vida, tentada estuve de abrirme e incluso llegué a pedir ayuda. Cerca anduve de confesar que algo no iba bien en mi forma de vivir. Sin embargo, una y otra vez ahogué drásticamente cualquier deseo de profundización, acallé -a veces hasta con violencia- las recriminaciones de mi conciencia. Mi resistencia, influida también por el ambiente en que me desenvolvía, era demasiado fuerte. Practicar la religión no estaba en absoluto de moda. Esto era algo que formaba parte de las reglas no escritas, pero tácitamente vigentes y observadas por la juventud rica en títulos, en posición social y en patrimonio con la que me codeaba.

Para mí, e igualmente -creo, sin pretender juzgar- para cualquiera de los que frecuentaba, los valores que contaban eran distintos: emprender y sacar adelante un trabajo prestigioso y rentable; cultivar relaciones internacionales con las familias más boyantes del planeta, incluidas las reales: interesarse -más allá de los negocios- por la cultura, por el arte..., pero nunca por la religión, y menos aún por la católica, considerada la más cerrada y moralista de todas.

Cuando Juan Pablo II fue elegido Papa, yo era aún adolescente. El cónclave me pilló en Roma. Aquel día, en cuanto me enteré de que había fumatta blanca, salí en moto a toda prisa con mi hermano hacia la Plaza de San Pedro. Fue un momento de alegría y de entusiasmo, naturalmente más emotivo que reflexivo. Lo recuerdo muy bien.
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Alguna que otra vez, durante su pontificado, este Santo Padre venido del Este atrajo mi atención, sobre todo cuando se dirigía a los jóvenes, como yo lo era, hablándoles de Jesucristo con gran libertad y proponiéndoles ideales exigentes. A punto estuve de caer rendida en más de una ocasión. Pero todo se desvanecía luego rápidamente: en cuanto pensaba en la moral católica, que entonces sólo me parecía un conjunto de reglas rígidas, frías e imposibles de cumplir.
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Creo que resulta comprensible, pues, mi sorpresa ante el comportamiento de Gloria y de sus hijos, ante esa fe católica mostrada sin reservas ni vergüenza, no como un acto formal, sino como un aspecto importante de la vida. Eran personas de mi propio ambiente y, por tanto, de las que se saben bien las reglas. De Gloria, además, conocía su vivacidad y sus ganas de vivir, su capacidad de desenvolverse con gran señorío, al tiempo que con una pizca de fascinante anticonformismo: una princesa moderna, pero a la vez inserta en la tradición. ¿Por que se comportaba de aquella manera? Entendí que, en los años en que no nos habíamos visto, ella había dado un gran cambio. Su marido, el príncipe von Thurn und Taxis, mucho mayor que ella, había muerto pronto, en 1990, dejándola con tres hijos, un patrimonio y un linaje que asentar de nuevo. Era probable que esto hubiese hecho emerger en ella aspectos que yo desconocía.

No conseguí olvidar los pocos días pasados junto al lago alemán, ni las emociones que allí había experimentado.
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Extracto del libro "Con ojos nuevos" de Alessandra Borghese